viernes, 23 de febrero de 2018

Vivir como cristianos en un mundo no cristiano. La lección de los tres primeros siglos


Leonardo Lugaresi *

El cristianismo ha sido, al menos durante los tres primeros siglos de su historia, lo que en términos sociológicos puede ser definido como un grupo minoritario, aunque en rápida expansión.


Cuando Constantino decidió, a comienzos del siglo IV, “abrir” al cristianismo asumiéndolo como cultura de referencia para su proyecto político, hizo una apuesta políticamente audaz, porque lo apostaba todo en una entidad que sí, era ciertamente importante en términos socioculturales, pero todavía netamente minoritaria en el conjunto del imperio romano.
Por consiguiente, parece correcto que el enfoque de la historia cristiana de los primeros tres siglos esté interesado principalmente en procurar entender cómo un grupo minoritario resolvió el problema de su supervivencia en un contexto cultural y socialmente extraño, si no hostil, y que inevitablemente ejerce sobre él una suerte de presión osmótica intensa y permanente, ese sentido de “asedio” al que se refiere Tertuliano: "cottidie obsidemur" (Apologeticum 7,4).
Estamos acostumbrados a pensar que la conducta de grupos minoritarios en condiciones similares a la de los primeros cristianos tienda normalmente a polarizarse en una de estas dos direcciones opuestas:

- o hacia una creciente asimilación a los modelos culturales prevalentes en el ámbito de pertenencia,
- o, al contrario, hacia una actitud de creciente cerrazón respecto al mundo externo, hacia el cual el grupo desarrolla una especie de enroque en la propia identidad.

Una manifestación extrema de esta segunda actitud, que se podría considerar también como una tercera opción, es la que desemboca en el intento de salir completamente del contexto sociocultural en el que se vive, realizando una cierta forma de secesión: colectiva (con la consiguiente búsqueda de una nueva patria, una “tierra prometida”), o individual (por medio de la anacoresis, la “fuga al desierto”).

Pues bien, a lo largo de los tres primeros siglos, los cristianos no hicieron ninguna de estas cosas que acabamos de decir:

1) no se asimilaron, porque si se hubiera dado verdaderamente una plena y completa asimilación del cristianismo al helenismo, hoy nosotros no estaríamos aquí hablando de ello como una realidad todavía existente y muy distinta de la herencia cultural greco-romana;

2) no se separaron ni se encerraron en un mundo aparte, y no asumieron la lógica de la secta (al menos en lo que se refiere al cristianismo "mainstream": hubo tendencias sectarias, pero, precisamente, tomaron siempre la vía de  neo-formaciones que, significativamente, ejercieron su crítica separadora sobre todo respecto a la “gran Iglesia” comprometida con el mundo);

3) tampoco soñaron y, menos aún, proyectaron una salida, una secesión, del mundo romano.

Es verdad que a partir de finales del siglo III, con el monaquismo, tuvo lugar en la experiencia eclesial una forma de alejamiento de la "polis" y de elección del “desierto” que podría parecer una configuración de esta tercera opción. Pero ésta se refiere a una élite de individuos, y es una toma de distancia crítica más que un abandono de la ciudad. El monje sale, sí, del contexto social urbano, pero mantiene con él una relación muy estrecha e incisiva, porque mantiene una relación con los otros cristianos que “están en el mundo” y hace de su misma existencia anacorética un parámetro de juicio para todos los que continúan viviendo en el espacio urbano.

Pero existe una cuarta modalidad de relación que un grupo minoritario puede mantener con el mundo que le rodea y le “asedia”, y es la de entrar en una relación fuertemente crítica con el mundo y ejercer –también gracias a la propia capacidad de concordancia y coherencia de comportamiento respecto a los juicios así elaborados– una influencia cultural en la sociedad que, a la larga, puede llegar a poner en crisis el planteamiento general.

La pregunta fundamental que nos deberíamos hacer, pues, no es: "¿Cómo han conseguido los cristianos conquistar el imperio romano?", sino: "¿Cómo han conseguido vivir como cristianos en un mundo completamente no cristiano", es decir, que ellos percibían como extraño y hostil a Cristo?

El cristianismo ha sido efectivamente capaz de realizar, en el arco de algunos siglos, un verdadero cambio de paradigmas culturales –visión del mundo, modelos de comportamiento, formas de expresión–, adquiriendo una posición cada vez menos marginal en el espacio público e incidiendo en él en medida creciente.

En el mundo antiguo, el cristianismo pasó –en el arco de unos tres siglos– del estigma de "exitiabilis superstitio", de mortífera superstición y aborrecido por todos, al reconocimiento de su plena plausibilidad como fundamento religioso y cultural del imperio refundado por Constantino, sin necesidad de que los cristianos, en el intervalo, hubieran llegado a ser mayoría, y ni siquiera una considerable minoría de la población.

Es importante dejar claro que, porque "Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él" (Jn 3,17), desde el punto de vista cristiano la forma de este juicio no es ni la condena, ni la apertura indiscriminada, sino, precisamente, la crisis.

En su valor positivo de distinción entre verdadero y falso, bueno y malo, bello y feo, útil y dañoso, basado en la comparación con un criterio, la crisis es, de hecho, el juicio que desestructura los sistemas cerrados y hace que emerjan las tensiones y las contradicciones latentes, transformando las  relaciones internas entre los elementos que les acompañan y poniendo en discusión las reglas de su funcionamiento: en una palabra, verificando y abriendo al cambio.

La posibilidad de la "krisis" depende del hecho histórico de la encarnación del Hijo de Dios, que viene al mundo, pero que como diferente del mundo, introduce en él un elemento de confrontación, un criterio del que la sabiduría humana, si fuera de otra manera, carecería.

Para ilustrar este concepto puede ser útil una cita de la primera de las Homilías sobre el Hexamerón de Basilio de Cesarea. En aquél discurso el gran padre capadocio observa en un determinado momento que la sabiduría mundana, es decir, la ciencia de los griegos, sí, es capaz de medir todo lo visible, pero, fascinada como está por la circularidad del movimiento cósmico, no consigue concebir su principio en el tiempo y así cree que el mundo es eterno porque "sin principio". Lo que no conoce es: "En el principio Dios creó". Abierta a una dimensión exclusivamente espacial y cerrada a la temporal, la filosofía de la naturaleza de los paganos es incapaz de las vicisitudes del mundo porque no puede aferrar el sentido: sus exponentes, en efecto, saben observar, describir, contar y medir todo el mundo, pero no han encontrado un único medio para llegar a pensar a Dios como creador del universo y justo juez que asigna la justa distribución por las acciones cumplidas, ni para hacerse una idea del fin del mundo conforme a la doctrina del juicio.

Con otras palabras, lo que Basilio quiere decir es que sin principio (y, por eso, sin fin) no es posible la "krisis" del mundo, porque el mundo, eternamente igual a sí mismo más allá de sus apariencias cambiantes, no puede ser confrontado con algo diferente de sí mismo, con alguna cosa o Alguien que viene antes o después de él, ni que está por debajo o por encima de él.

Por eso, la "theologia physica" de los filósofos paganos no es capaz de juzgar el mundo, porque no tiene un punto de apoyo externo a sí mismo sobre el que apoyarse. Al contrario, en la encarnación del Hijo de Dios, los cristianos piensan que han encontrado el punto de apoyo que les consiente activar la acción crítica.

Con esta conciencia de la “fuerza crítica” de la creación y de la encarnación, Tertuliano, más de un siglo y medio antes de Basilio, se dispone a juzgar la realidad del mundo que “asedia” el cristianismo.


* De Leonardo Lugaresi, estudioso de los Padres de la Iglesia, profesor en Bolonia y firma de prestigio de "L'Osservatore Romano".

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