Leonardo
Lugaresi *
El
cristianismo ha sido, al menos durante los tres primeros siglos de su historia,
lo que en términos sociológicos puede ser definido como un grupo minoritario,
aunque en rápida expansión.
Cuando
Constantino decidió, a comienzos del siglo IV, “abrir” al cristianismo
asumiéndolo como cultura de referencia para su proyecto político, hizo una
apuesta políticamente audaz, porque lo apostaba todo en una entidad que sí, era
ciertamente importante en términos socioculturales, pero todavía netamente
minoritaria en el conjunto del imperio romano.
Por
consiguiente, parece correcto que el enfoque de la historia cristiana de los
primeros tres siglos esté interesado principalmente en procurar entender cómo
un grupo minoritario resolvió el problema de su supervivencia en un contexto
cultural y socialmente extraño, si no hostil, y que inevitablemente ejerce
sobre él una suerte de presión osmótica intensa y permanente, ese sentido de
“asedio” al que se refiere Tertuliano: "cottidie obsidemur"
(Apologeticum 7,4).
Estamos
acostumbrados a pensar que la conducta de grupos minoritarios en condiciones
similares a la de los primeros cristianos tienda normalmente a polarizarse en
una de estas dos direcciones opuestas:
- o
hacia una creciente asimilación a los modelos culturales prevalentes en el
ámbito de pertenencia,
- o,
al contrario, hacia una actitud de creciente cerrazón respecto al mundo
externo, hacia el cual el grupo desarrolla una especie de enroque en la propia
identidad.
Una
manifestación extrema de esta segunda actitud, que se podría considerar también
como una tercera opción, es la que desemboca en el intento de salir
completamente del contexto sociocultural en el que se vive, realizando una
cierta forma de secesión: colectiva (con la consiguiente búsqueda de una nueva
patria, una “tierra prometida”), o individual (por medio de la anacoresis, la
“fuga al desierto”).
Pues
bien, a lo largo de los tres primeros siglos, los cristianos no hicieron
ninguna de estas cosas que acabamos de decir:
1)
no se asimilaron, porque si se hubiera dado verdaderamente una plena y completa
asimilación del cristianismo al helenismo, hoy nosotros no estaríamos aquí
hablando de ello como una realidad todavía existente y muy distinta de la
herencia cultural greco-romana;
2)
no se separaron ni se encerraron en un mundo aparte, y no asumieron la lógica
de la secta (al menos en lo que se refiere al cristianismo
"mainstream": hubo tendencias sectarias, pero, precisamente, tomaron
siempre la vía de neo-formaciones que,
significativamente, ejercieron su crítica separadora sobre todo respecto a la
“gran Iglesia” comprometida con el mundo);
3)
tampoco soñaron y, menos aún, proyectaron una salida, una secesión, del mundo
romano.
Es
verdad que a partir de finales del siglo III, con el monaquismo, tuvo lugar en
la experiencia eclesial una forma de alejamiento de la "polis" y de
elección del “desierto” que podría parecer una configuración de esta tercera
opción. Pero ésta se refiere a una élite de individuos, y es una toma de
distancia crítica más que un abandono de la ciudad. El monje sale, sí, del
contexto social urbano, pero mantiene con él una relación muy estrecha e
incisiva, porque mantiene una relación con los otros cristianos que “están en
el mundo” y hace de su misma existencia anacorética un parámetro de juicio para
todos los que continúan viviendo en el espacio urbano.
Pero
existe una cuarta modalidad de relación que un grupo minoritario puede mantener
con el mundo que le rodea y le “asedia”, y es la de entrar en una relación
fuertemente crítica con el mundo y ejercer –también gracias a la propia
capacidad de concordancia y coherencia de comportamiento respecto a los juicios
así elaborados– una influencia cultural en la sociedad que, a la larga, puede
llegar a poner en crisis el planteamiento general.
La
pregunta fundamental que nos deberíamos hacer, pues, no es: "¿Cómo han
conseguido los cristianos conquistar el imperio romano?", sino:
"¿Cómo han conseguido vivir como cristianos en un mundo completamente no
cristiano", es decir, que ellos percibían como extraño y hostil a Cristo?
El
cristianismo ha sido efectivamente capaz de realizar, en el arco de algunos
siglos, un verdadero cambio de paradigmas culturales –visión del mundo, modelos
de comportamiento, formas de expresión–, adquiriendo una posición cada vez
menos marginal en el espacio público e incidiendo en él en medida creciente.
En
el mundo antiguo, el cristianismo pasó –en el arco de unos tres siglos– del
estigma de "exitiabilis superstitio", de mortífera superstición y
aborrecido por todos, al reconocimiento de su plena plausibilidad como
fundamento religioso y cultural del imperio refundado por Constantino, sin
necesidad de que los cristianos, en el intervalo, hubieran llegado a ser
mayoría, y ni siquiera una considerable minoría de la población.
Es
importante dejar claro que, porque "Dios no envió a su Hijo al mundo para
juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él" (Jn 3,17), desde
el punto de vista cristiano la forma de este juicio no es ni la condena, ni la
apertura indiscriminada, sino, precisamente, la crisis.
En
su valor positivo de distinción entre verdadero y falso, bueno y malo, bello y
feo, útil y dañoso, basado en la comparación con un criterio, la crisis es, de
hecho, el juicio que desestructura los sistemas cerrados y hace que emerjan las
tensiones y las contradicciones latentes, transformando las relaciones internas entre los elementos que
les acompañan y poniendo en discusión las reglas de su funcionamiento: en una
palabra, verificando y abriendo al cambio.
La
posibilidad de la "krisis" depende del hecho histórico de la
encarnación del Hijo de Dios, que viene al mundo, pero que como diferente del
mundo, introduce en él un elemento de confrontación, un criterio del que la
sabiduría humana, si fuera de otra manera, carecería.
Para
ilustrar este concepto puede ser útil una cita de la primera de las Homilías
sobre el Hexamerón de Basilio de Cesarea. En aquél discurso el gran padre
capadocio observa en un determinado momento que la sabiduría mundana, es decir,
la ciencia de los griegos, sí, es capaz de medir todo lo visible, pero,
fascinada como está por la circularidad del movimiento cósmico, no consigue
concebir su principio en el tiempo y así cree que el mundo es eterno porque
"sin principio". Lo que no conoce es: "En el principio Dios
creó". Abierta a una dimensión exclusivamente espacial y cerrada a la
temporal, la filosofía de la naturaleza de los paganos es incapaz de las
vicisitudes del mundo porque no puede aferrar el sentido: sus exponentes, en
efecto, saben observar, describir, contar y medir todo el mundo, pero no han
encontrado un único medio para llegar a pensar a Dios como creador del universo
y justo juez que asigna la justa distribución por las acciones cumplidas, ni
para hacerse una idea del fin del mundo conforme a la doctrina del juicio.
Con
otras palabras, lo que Basilio quiere decir es que sin principio (y, por eso,
sin fin) no es posible la "krisis" del mundo, porque el mundo,
eternamente igual a sí mismo más allá de sus apariencias cambiantes, no puede
ser confrontado con algo diferente de sí mismo, con alguna cosa o Alguien que
viene antes o después de él, ni que está por debajo o por encima de él.
Por
eso, la "theologia physica" de los filósofos paganos no es capaz de
juzgar el mundo, porque no tiene un punto de apoyo externo a sí mismo sobre el
que apoyarse. Al contrario, en la encarnación del Hijo de Dios, los cristianos
piensan que han encontrado el punto de apoyo que les consiente activar la
acción crítica.
Con
esta conciencia de la “fuerza crítica” de la creación y de la encarnación,
Tertuliano, más de un siglo y medio antes de Basilio, se dispone a juzgar la
realidad del mundo que “asedia” el cristianismo.
* De
Leonardo Lugaresi, estudioso de los Padres de la Iglesia, profesor en Bolonia y
firma de prestigio de "L'Osservatore Romano".
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