Felipe Monroy
Quienes
conocieron el sistema de partidos políticos que existía previo al Pacto por
México en 2012, seguramente recordarán que en cada agrupación política del país
existía, cuando menos, una figura pública destacada de referencia central para los
militantes y a la que se le denominaba “líder moral”.
Cuando el presidente Peña Nieto logró alinear a las
dirigencias de los tres principales partidos políticos en pugna por el poder en
el país, no sólo logró los acuerdos necesarios para que el congreso pasara sus
famosas ‘reformas estructurales’; quizá sin quererlo, demolió a esas figuras
altamente simbólicas y representativas para los militantes de los partidos cuya
responsabilidad no era directiva u operativa sino ideológica. Por ello, estas
elecciones presidenciales del 2018 tienen de todo, excepto aquellas figuras.
No es raro, por tanto, que cada uno de los candidatos
promueva y defienda con tanta vehemencia la catadura moral de su persona. No es
sólo un tema de discurso político o de estrategia de campaña: es el esfuerzo
por llenar ese espacio que ha permanecido vacío por varios años al interior de
los partidos.
Sin embargo, el que estas figuras de liderazgo moral no
hayan tenido espacio dentro de los partidos políticos, en la construcción de
sus estrategias ni en la conformación de las nuevas fuerzas políticas de
presunta independencia no quiere decir que no hayan participado en la vida
pública del país.
Sin duda, al hablar de líderes morales en la sociedad no se
pueden dejar de mencionar a los ministros de culto o de formación de las
iglesias o asociaciones religiosas. Desde los obispos y sacerdotes católicos,
pasando por los pastores de todas las denominaciones cristianas así como los
rabíes, maestros y los predicadores de diferentes perspectivas espirituales;
todos, en la dimensión que les corresponde, han levantado la voz frente a
muchas de las injusticias y violencias que padece el país.
Pero los ministros de culto no son los únicos liderazgos
morales del país; también están los incontables ciudadanos que hacen un
liderazgo comunitario ya sea en la custodia y celebración de tradiciones como
en la promoción de los valores culturales, formativos, humanitarios o
solidarios. Son los fiscales y mayordomos de las tradiciones de millares de
poblados; los maestros y educadores; médicos y voluntarios; los promotores de
la recreación, la sensibilización, la información, la escucha, la inclusión o
el diálogo.
Y el ejercicio de ese liderazgo no ha sido sencillo. Si bien
la iglesia católica, por su grado de institucionalidad y organización, es la
asociación religiosa que hace informes permanentes de sus ministros de culto
que son amenazados, extorsionados, desaparecidos, secuestrados y hasta
asesinados; muchas otras organizaciones religiosas o populares han padecido
también la violencia generalizada en el país, los efectos de la corrupción y la
inseguridad. Que en los últimos dos sexenios (Calderón y Peña), la Iglesia
católica haya reportado un crecimiento exponencial en el número de ministros
asesinados obliga a reflexionar sobre los crímenes contra otros liderazgos que
también han ensombrecido a otras organizaciones religiosas, comunitarias o
populares.
Los liderazgos morales de una sociedad son la vida y el
espíritu que amalgama las instituciones intermedias de un país. Son voces
diferenciadoras y definidoras de muchas inquietudes o indecisiones de grandes
porciones de ciudadanos. Por ello, hay una soberbia inmensa en aquellos
candidatos que piensan que no hace falta un debate moral, que todo es eficiencia
o talento, venganza o cuestión de capacidad autorreferencial. Hace falta
escuchar a esos liderazgos morales y populares, reconocerles el lugar que ya
tienen entre sus comunidades. Eso sí sería una propuesta democrática y llena de
humildad, para variar un poco la tónica pendenciera electoral que se ha
repetido hasta la náusea en México.
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