Mateo González Alonso
El documento
Ayer vio la luz la tercera Exhortación Apostólica firmada
por el papa Francisco, tenemos el título y el tema: ‘Gaudete et exsultate’,
sobre la llamada a la santidad en el mundo contemporáneo. Es innegable que las
dos anteriores han dado mucho de qué hablar en estos años de pontificado. La
primera de ellas ‘Evangelii gaudium’ sobre “el anuncio del Evangelio en el
mundo actual” (2013) recoge los aspectos claves de la propuesta pastoral del
Papa que la Iglesia necesita: una Iglesia en salida, la necesaria renovación y
conversión pastoral, una espiritualidad misionera, la lucha contra la
mundanidad espiritual, la fuerza de la predicación y del compromiso, la acogida
y la inclusión incondicional… Todos ellos elementos que son la brújula del Papa
y de los agentes evangelizadores del todo el mundo.
La segunda exhortación, por más esperada que fuera al
recoger los trabajos de los sínodos de la familia, sigue dando mucho de que
hablar dos años después. Se trata de ‘Amoris laetitia’ sobre “el amor en la
familia” (2016). Un documento que suscita recelos en un sector de la Iglesia
que señala un auténtico cisma por su forma herética de afrontar el matrimonio,
la vida moral y la recepción de los sacramentos.
Tiempos atrás sería impensable oír a un cardenal bromear con
el tema: “Me entristece que mis hermanos cardenales pierdan tiempo en buscar
herejías en Amoris laetitia”, titulaba esta web días atrás con las palabras del
cardenal Óscar A. Maradiaga. “Es una pena que la exhortación sobre la familia
cale más entre los laicos que entre los curas”, afirmaba el purpurado.
No sé qué ruido mediático acompañará a este nuevo documento,
pero la santidad es una meta apasionante que implica a todo el cristiano. Su
moral, su vivencia de los sacramentos, su relación con Dios, su compromiso con
el mundo, su implicación en la comunidad eclesial… dependen de que nos tomemos
en serio este reto que Jesús nos lanza.
El Concilio
El gran incremento de beatificaciones y canonizaciones de
las últimas décadas es, al menos en parte, fruto de una visión renovada de la
santidad que se fraguó en los tiempos del Vaticano II. El exponente más claro
es el capítulo quinto de la constitución ‘Lumen Gentium’ dedicado a la
“universal vocación a la santidad en la Iglesia”.Situado a tras el capítulo que
presenta una nueva teología del laicado, los cuatro puntos que componen el
apartado, presenta un modelo de santidad que va más allá de las figuras de
altar. Una santidad que compromete a todos: presbíteros, diáconos, esposos y
padres, los enfermos o los que sufren, y “todos los fieles cristianos, en las
condiciones, ocupaciones o circunstancias de su vida” (núm. 41). Una santidad
basada en el seguimiento de Jesús y en la puesta en práctica de los mandatos
evangélicos.
Precisamente, para Pablo VI, esta propuesta de la santidad
como meta para todos fue “la característica más peculiar y la finalidad última
del magisterio conciliar”, como señaló en el Motu proprio ‘Sanctitas clarior’,
en 1969. Para Juan Pablo II, la santidad es el auténtico programa de acción de
la Iglesia para el tercer milenio. El papa polaco reconoce también esta
emergencia de la santidad a partir del Vaticano II: “el Concilio Vaticano II ha
dedicado palabras luminosas a la llamada universal a la santidad. Bien puede
decirse que es ésta la consigna primaria entregada a la Iglesia por un Concilio
celebrado para fomentar la renovación evangélica de la vida cristiana”,
escribió en la Exhortación apostólica ‘Christifideles laici’ de 1988.
También la cuestión ha sido una idea recurrente para
Benedicto XVI que incluso dedicó un ciclo de catequesis, durante dos años, a
algunas figuras de santos y santas. En su última audiencia al respecto, la del
13 de abril de 2011, trató de ofrecer su idea de santidad. Para el papa
emérito, “Los santos manifiestan de diversos modos la presencia poderosa y
transformadora del Resucitado; han dejado que Cristo aferrara tan plenamente su
vida”. Y se preguntaba: “¿Cuál es el alma de la santidad?”. Y respondía: “la
caridad plenamente vivida”.
“El don principal y más necesario es el amor con el que
amamos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo a causa de él. Ahora bien,
para que el amor pueda crecer y dar fruto en el alma como una semilla buena,
cada cristiano debe escuchar de buena gana la Palabra de Dios y cumplir su
voluntad con la ayuda de su gracia, participar frecuentemente en los
sacramentos, sobre todo en la Eucaristía, y en la sagrada liturgia, y dedicarse
constantemente a la oración, a la renuncia de sí mismo, a servir activamente a
los hermanos y a la práctica de todas las virtudes”, explicitaba.
Un adolescente
Los ejemplos de santidad son tantos. De ayer y de hoy, de
cerca o de lejos, en momentos buenos y en las peores circunstancias… Pero me
quedo con el ejemplo de un joven santo del XIX.
Un muchacho que entendió la cotidianidad de la santidad y la
fuerza del acompañamiento para hacer de él un persona mejor: Domingo Savio. Un
santo de 14 años que se entregó a Dios en el día a día cumpliendo con sus compromisos
humanos y, por lo tanto, cristianos.
Alumno de Don Bosco en Turín desde su primer encuentro con
el santo de los jóvenes su amplio horizonte de vida cristiana quedó de
manifiesto. El joven Domingo acudió con su padre a un encuentro al pueblo natal
de Don Bosco que estaba de excursión con sus muchachos en el otoño de 1854. Es
el propio sacerdote el que narra el encuentro:
Su rostro alegre y su talante risueño y respetuoso me
llamaron la atención. Pronto advertí en aquel chaval un corazón grande y transparente
y quedé maravillado de como lo había ya enriquecido la gracia de Dios a pesar
de su tierna edad.
– ¿Quién eres? – le dije- ¿De dónde vienes?
– Domingo Savio; venimos desde Mardonio.
Después de un buen rato de conversación, y antes de que yo
llamara a su padre, me dirigió́ estas textuales palabras:
– Y bien, ¿Qué le párese? ¿Me lleva usted a Turín a
estudiar?
– Ya vemos; me parece que eres “Buena Tela”.
– ¿Y para que podría servir el paño?
– Para hacer un hermoso traje y regalarlo al Señor.
– Así́, pues, yo soy la tela; sea usted “El Sastre”; lléveme
pues, con usted y hará́ de mí un “Traje para el Señor”.
– Mucho me temo que tu debilidad no te permita continuar los
estudios.
– No tema usted; el Señor, que hasta ahora me ha dado salud
y gracia, me ayudara también en adelante.
– ¿Y qué piensas hacer cuando hayas terminado los estudios
de latinidad?
– Si me concediera el señor, tanto favor, desearía
ardientemente abrazar el sacerdocio.
– Esta bien; quiero probar si tienes suficiente capacidad
para el estudio; toma este librito, estudia esta página y mañana me la traes
aprendida. Dicho esto, lo dejé en libertad para que fuera a recrearse con los
demás muchachos, y me puse a hablar con su padre. No habían pasado aun ocho
minutos cuando, sonriendo, se presenta Domingo y me dice:
– Si usted quiere, le doy ahora mismo la lección.
– Tomé el libro y me quede sorprendido al ver que no sólo
había estudiado al pie de la letra la página que le había señalado, sino que
entendía perfectamente el sentido de cuanto en ella se decía.
– Muy bien, te has anticipado tú a estudiar la lección y yo
me anticiparé en darte la respuesta. Sí, te llevaré a Turín, y desde luego te
cuento ya como uno de mis hijos; empieza tú también desde ahora a pedir al
Señor que nos ayude a mí y a ti a cumplir su santa voluntad. No sabiendo cómo
expresar mejor su alegría y gratitud, me tomó la mano, me la estrechó y besó
varias veces, y al fin me dijo:
– Espero portarme de tal modo, que jamás tenga que quejarse
de mi conducta.
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