Felipe Monroy
Del 9 al 13 de abril, los obispos de México se reúnen para
participar de la 105ª asamblea plenaria en un momento de particular complejidad
social y política para el país. Sin dejar de lado el programa de trabajo que
vienen desarrollando, los líderes de las comunidades católicas de la República
se enfrentan a diversos dramas para los cuales nunca hay suficiente experiencia.
Por supuesto, todos los reflectores se los llevarán los
candidatos a la presidencia de la República que visitarán a los obispos. Los
políticos presentarán sus ideales y plataformas pero también deberán escuchar
las inquietudes de los pastores de una grey aún masiva, fuertemente simbólica
de la identidad nacional y sumamente plural.
El episcopado recibirá a los candidatos en plena campaña.
Los obispos conocen bien a todos, excepto quizá a Ricardo Anaya, quien se
estrena en este foro de por sí complejo para presentar, cual Víctor
Frankenstein, las razones de crear un Frente que parece sólo un amasijo de
confusiones pragmáticas e ideológicas. El queretano de 39 años tiene contra sí
una lectura –ya no digamos inmoral- sino poco ética de su persona pues quedó evidenciado
que sólo a costa de traiciones y acuerdos inconfesables ha construido la
plataforma de sus ambiciones.
Andrés Manuel López Obrador pisa terreno conocido. Estuvo
frente al pleno de obispos en 2006 y en 2012 y sorteó las dudas de los obispos
sobre su ‘peligrosidad’ para el país. El tabasqueño carga en su valija no pocas
heridas políticas y también su propio golem partidista; pero lleva consigo el
argumento irrefutable de que los gobiernos de Calderón y Peña no han resuelto
la violencia, la corrupción y la impunidad (donde coinciden todos). El
catolicismo practicante y la cercanía pública de sus predecesores con la
iglesia católica no fue garantía para hacer permear los principios morales y
cristianos en la conducción del país: la normalización de la corrupción, la
legal inmoralidad y el nulo compromiso con la dignidad de la vida humana de los
últimos dos sexenios han sido más que evidentes. Con todo, López Obrador sigue
cargando con el estigma de su extraña personalidad y, para muestra, acude ante
los obispos con esa confusión republicana-juarista-cristiana como su estandarte
moral.
A José Antonio Meade se le conoce bien y se le reconocen sus
buenos oficios al frente de la Secretaría de Relaciones Exteriores; pues con su
gestión mejoraron sustancialmente las relaciones entre la Santa Sede y México;
y, por ende, con el cuerpo colegiado del episcopado nacional. Sin embargo, la
madurez institucional alcanzada en un despacho se convirtió fácilmente en
perfidia política cuando se traicionó la palabra (“Las causas del Papa son
también las causas de México”, dijo Peña a Francisco sólo para trabajar 15 días
después iniciativas que molestaron a los obispos) y cuando el gobierno peñista
tomó ventaja una y otra vez de esa buena voluntad. Pero si a Meade se le reconoce
el oficio y la técnica, se le cuestiona el liderazgo o la capacidad de
controlar a un partido que suma 22 gobernadores cuyas administraciones han
dañado los recursos públicos sólo durante la gestión de Peña Nieto. Incluso,
sobre Meade pesa la duda razonable de que sea capaz de romper la cadena de
impunidad con el gobierno del que formó parte y que está obligado a responder
por casos de corrupción (institucionalmente encubiertos) como los de
PEMEX-Odebrecth, la ‘Estafa maestra’, el espionaje ‘Pegasus’, la Casa Blanca,
etcétera.
Para Margarita Zavala, el encuentro con los obispos no
anticipa tensión. Ni su catolicismo militante está bajo duda ni su trayectoria
acusa baches. Pero sin partido, sin estructura y sin definiciones sobre ese
feminismo conservador que predica, parece que la presencia de la abogada tiene
mucho más de cortesía que de posicionamiento.
Como siempre, Zavala carga con los éxitos y fracasos de la
administración de Felipe Calderón; está, por supuesto, la sombra de fraude y el
‘haiga sido como haiga sido’ (incompatibles con la doctrina social cristiana);
pero, el Waterloo calderonista con el país y el episcopado mexicano es la
enorme mancha de violencia que despertó el único presidente que se ha vestido
de militar desde la Guerra Cristera y que triplicó los asesinatos de sacerdotes
en México.
Ahí están los entretelones de la agenda política sin
descartar que los obispos recibirán al secretario de Gobernación, Alfonso
Navarrete, quien inquirirá diplomáticamente “qué ocurrió” antes, durante y
después de la reciente reunión del obispo de Chilpancingo-Chilapa, Salvador
Rangel Mendoza, con miembros del narcotráfico. Una acción pastoral que a todas
luces cuestiona la capacidad rectora del Estado mexicano y evidencia el dominio
de la corrupción que ha permeado todas las estructuras legítimas y legales del
orden y la administración pública. Y que, al mismo tiempo, da cuenta de los
recursos con los que aún cuenta la iglesia católica –autoridad y argumentos-
para establecer diálogo y compromisos a favor del respeto a la dignidad de la
vida humana, a las familias y a las libertades.
Es claro que los obispos mexicanos advierten que en todo el
espectro social, político y cultural se requieren definiciones inaplazables
para desterrar la violencia, la corrupción y la impunidad. En su mensaje
conjunto frente al proceso electoral en marcha, los ministros católicos urgen
“a trabajar comprometidamente por un México más próspero y pacífico, más
solidario y participativo, más atento al rostro de los más pobres y menos
cómplice de quienes los olvidan, los manipulan o los marginan”. Por supuesto,
los procesos electorales son indispensables para alcanzar este deseo, pero no
sólo y esa posibilidad sólo está en la ciudadanía.
No hay comentarios:
Publicar un comentario