José
Lorenzo /Blog: Un minuto
Cuando
el caso Maciel estalló definitivamente en la línea de flotación de la
credibilidad del pontificado de Juan Pablo II, poco antes de la muerte del Papa
polaco, un espeso manto del peor clericalismo trató de cubrir la información y
se dispararon las consignas de arriba a abajo. La sola duda sobre lo que había
sucedido ofendía. Fue hace poco más de diez años.
Hacía casi dos décadas desde que las víctimas del fundador
mexicano habían hecho público el asunto cuando Joseph Ratzinger lo pudo cerrar
definitivamente, ya como Benedicto XVI, en 2006. Atrás quedaba un calvario
añadido de veinte años extra de sufrimiento y desprecio indisimulado a las
víctimas. Contra esto se conjuró Ratzinger –que antes no pudo– y, luego, ahora,
Francisco.
Hoy, los que entonces sellaron la boca de la transparencia
con el mantra de no hacerle el juego a los enemigos de la Iglesia, quieren
sacarle a Bergoglio los colores por su tropezón –inducido– en el caso Barros,
un asunto, dicen, que marca su pontificado y muestra la verdadera dimensión de
un Papa al que se mira por encima del hombro con una impertinencia que asombra,
incluso, a los que contemplan de medio lado a la institución eclesial.
“Que dimita una conferencia episcopal en pleno, como acaba
de hacer la chilena, es algo histórico”, dice un obispo con horas de vuelo,
aquí y en Roma, que sí valora la determinación y coraje del Papa, que ha sabido
pedir perdón y tomar personalmente las riendas de este asunto.
Sin embargo, no le parece suficiente a quienes se frotan
las manos por el desgaste que creen que este doloroso escándalo le supone a la
figura del pontífice argentino. Creen –desean– que deja muy comprometida su
pretendida reforma, y más con un consejo de cardenales –elegido por Francisco–
atravesado por la desconfianza que siembran algunos de sus componentes, y no
sin razón.
Este es el verdadero talón de Aquiles de este pontificado:
las minas que han dejado sembradas décadas de oscurantismo y que no se avise
dónde están ocultas.
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