Sergio Sarmiento /Reforma
"El hombre bueno es el héroe de los hechos
cotidianos". José Narosky
Después de un tiempo que parecía interminable esperando el
Metrobús el domingo por la tarde sobre el Paseo de la Reforma, me desesperé,
crucé a la lateral y busqué un taxi. Era un traslado corto, de la glorieta de
la Palma a la Diana, pero iba ya tarde a una comida.
Se detuvo un taxi destartalado y salté al interior. Olía a
gasolina y a gases de combustión. El conductor, de apariencia humilde, portaba
un tapabocas. Vi la calcomanía de identificación en la ventanilla y retuve
solamente el nombre de pila del conductor. Mientras escribo estas líneas, trato
sin éxito de recordar su apellido.
Celedonio era uno de esos taxistas conversadores. Empezó a
hablar tan pronto estuve a bordo. Después de ver a un ciclista que por poco
atropella a un trabajador de limpia en la ciclopista, comentó que era
lamentable que circulara tan rápido y sin precaución.
No era joven, como tantos conductores de Uber. Debe haber
tenido cerca de 80 años. No llevaba celular con Google Maps o Waze, tampoco era
muy orientado. Sus manos estaban deformadas por artritis. El tapabocas me
impedía verle el rostro y le pregunté: "Le dio una gripe fuerte,
¿verdad?". Él volvió el rostro y respondió: "No, es cáncer".
Guardé silencio, pero Celedonio retomó la conversación.
"Esos ciclistas no entienden que lo hermoso de la bici es disfrutarla. No
tiene sentido ir a mil por hora... Recuerdo cuando era chamaco. Había unos
niños con su papá ahí por donde yo vivía. Les habían comprado unas bicis nuevas
y yo los veía andar y divertirse en un cerro... De repente, el papá, que se
veía bien vestido, distinguido, le dijo a uno de sus hijos que se bajara de la
bici y que me la prestara... Yo no lo podía creer. Todavía me acuerdo de lo
bonito que fue para mí andar en bicicleta. Y eso que fue hace muchos años... Yo
ya no estoy joven. No entiendo por qué estos chavos quieren ir tan
rápido".
Don Celedonio habló sobre su enfermedad y el tratamiento. Me
dijo que era difícil trabajar en esas condiciones, pero que le gustaba hacerlo.
Además, no podía parar. Si no, ¿de qué iba a vivir? No hay jubilación para la
gente pobre, para la gente realmente trabajadora.
El trayecto, corto de por sí, se fue en un santiamén. Al
llegar a mi destino, el taxímetro marcaba 18 pesos. Le di un billete de 50 y él
empezó a buscar cambio. Le dije que no se molestara. Él se persignó con el
billete y me dijo: "Dios se lo va a multiplicar". Le agradecí y él
respondió: "Dios lo bendiga. Él va a ser muy generoso con usted. Yo lo sé.
Tengo muy buena relación con Dios. Él siempre ha sido bueno conmigo".
Yo no soy religioso, pero cuando bajé del taxi me sentí
protegido. Llevaba las bendiciones de Celedonio, un hombre que a los 80 años
trabaja por necesidad, pero también por gusto; que debe cubrirse el rostro para
ocultar una herida de cáncer; que aprovecha su cercanía con Dios para pedir no
para él sino para un pasajero a quien acaba de conocer; que recuerda aquella
vez de niño cuando le prestaron una bicicleta.
Celedonio ratificó mi fe en la bondad del mexicano. Me
siento afortunado de sus bendiciones y me gustaría mandarle las mías
dondequiera que esté. Lamento no haber tomado sus datos para acompañarlo y
apoyarlo en esa batalla que está librando contra el cáncer. Lo admiro por su
entereza, por no dejar de trabajar en ese taxi destartalado en el que me
recogió el domingo en el Paseo de la Reforma.
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