Antes
de entrar en el nudo de este artículo, deseo aclarar que me gusta y entiendo de
fútbol y que soy hincha (no simpatizante) de un equipo de Argentina.
A
veces, al ver la pasión que despierta este deporte, me pongo a pensar en la
posibilidad de que un ser de otro planeta, en donde no haya fútbol, se dé una
vuelta por cualquier país, cualquier día durante un partido del mundial, o para
no impresionarlo tanto e ir despacio, invitarlo antes, por ej. un domingo a la
tarde.
Vería
más o menos esto: Pocas personas en la calle y en los shopping, generalmente
mujeres, la mayoría de los varones que andan por esos lugares llevan en sus
orejas auriculares unidos a su celular y no dejan que nadie interrumpa lo que
ese aparato le comunica y hacen ademanes con sus puños hacia arriba gritando
una palabra extraña (algo así como goooooool) o también cierran los ojos, tiran
puñetazos al aire y se golpean la cabeza y los muslos gritando otras palabras
que el diccionario dice que son malas, también suelen recordar a la mamá de un
señor al que llaman árbitro. Otros varios se agolpan en bares, mirando un
aparato rectangular colgado en lo alto, con idénticas reacciones a las
descriptas antes y también diciendo ooooooooh en tono grave. En ese aparato se
reproduce lo que pasa en un estadio en donde se desarrolla en vivo este
espectáculo llamado partido de fútbol, que a veces está a miles de kilómetros.
Allí, en un campo de césped sumamente cuidado, hay 23 varones (11 de un color,
11 de otro y 1 de otro). 20 corren detrás de una pelota, robándoselas con los
pies con una técnica admirable ¡gran habilidad hay que tener para manejar eso redondo!
Los otros dos que restan están cada uno en un extremo, debajo de una especie de
casa de red y pareciera que no son tan buenos con los pies porque toman la
pelota con las manos y, si se mete en su “casita” sus compañeros de color lo
retan o lo consuelan ¡nunca lo felicitan! Y los otros celebran. El árbitro
corre pero nunca toca la pelota ni celebra, ni se queja, todos se quejan con él
pero no tanto, porque saca unas tarjetas plásticas rojas o amarillas que
provocan miedo.
En
las tribunas hay mucha gente, más de 100.000 que miran a los 23 que están en el
césped y gritan, se ríen, lloran, se muerden los labios, miran el cielo y se
abrazan (aunque no se conozcan) cuando la pelota entra en la casita del equipo
que no es de ellos, rugiendo la palabra extraña varias veces. En las casas,
ocurre lo mismo y más alrededor de la pantalla rectangular que, al igual que en
los bares reproduce lo del estadio. Allí hay mujeres y varones, chicos y
grandes; nadie se mueve por más o menos 90 minutos. Si gana su equipo, se van a
la calle en sus autos a tocar bocina y celebrar y si pierden, lloran, se enojan
y dicen las palabras malas. Otra parte de esta cuestión son los periodistas,
que ritualmente producen información que se cree como palabra sagrada.
Pienso
también que si este visitante ilustre es religioso y cree en un dios, afirmaría
casi con certeza, de que los terrícolas tenemos una religión en la cual
adoramos al Dios Fútbol. No es tan arriesgado pensar esto, porque
dominicalmente (y también otros días) durante casi dos horas nadie hace otra
cosa que estar sacramentalmente pendiente de él; además escuchamos y leemos la
Palabra de los periodistas, que durante una semana comentamos junto con mirar
en todos los medios lo ocurrido el domingo y así, experimentar una y otra vez
esta celebración desarrollada en el Templo del estadio. Este dios nos alegra,
nos arregla los problemas, nos hace olvidar los males. Los apóstoles del Dios
Fútbol se llaman jugadores, se profesa fe en su práctica especialmente de los
que llevan un número 10 en la espalda ¡todos desean parecerse a ellos y se
llevan las más grandes alabanzas!
También, sus discípulos desde muy pequeños, tienen uno o más de esos
elementos sagrados llamados pelota y pasan horas con ella, se juntan con amigos
para “jugar a la pelota” y también han ideado un método para vivir esta
liturgia sin moverse que se llama “play”. Los triunfos del equipo de fútbol son
verdaderas experiencias de comunión, de dicha y de paz y un teólogo de este
juego afirmó que “En su vida, un hombre puede cambiar de mujer, de partido
político o de religión, pero no puede cambiar de equipo de fútbol[1]”, lo cual
explica la fidelidad de sus adeptos a este dios. Todo lo dicho nos lleva a
confirmar que Nosotros creemos en el Fútbol y que constituye una religión
escondida, pero muy presente y practicada y que, como en todas partes, también
hay ateos a los cuales no les interesa nada que tenga que ver con “la redonda”.
Dejo
para el lector varias cosas más que podría agregar, y ya saliéndome de la
ironía, invito a mirar nuestra relación con Dios desde la pasión que el fútbol
nos demanda y nos provoca. Los que experimentan a Dios en su vida, no pueden
menos que sentir que no pueden llevar otra camiseta y que hay que transpirarla
por el bien de los que son del equipo y los que no ¡también por el árbitro!
Si
algún día aparecen los vecinos de planeta no estaría mal que, además de ver que
el fútbol nos divierte y nos entretiene, comprueben que nuestro Padre Dios nos
contagia un estilo de juego en el que la misericordia siempre tiene la pelota y
el partido dura toda la vida.
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