Giovanni
Maria Vian /Tribuna
Hace
cinco años eran realmente pocos los que podían haber predicho la elección en
cónclave del arzobispo de Buenos Aires, y menos aún los que se esperaban el
nombre que elegiría el sucesor de Benedicto XVI después de la renuncia de este
al pontificado, por primera vez en seis siglos. Sin embargo, la expectativa de
este nombre existía, como anticipaban algunos electores y como se vio
extrañamente en una imagen emitida durante el cónclave por muchas televisiones
de un hombre vestido con hábito arrodillado bajo la lluvia gélida que caía en
la plaza de san Pedro, con un cartel al cuello en el que se leía “Papa
Francisco”, reasumiendo con ese escrito la expectativa, recurrente en el
medievo, de una renovación radical gracias a un “papa angelicus”.
En
la tradición judía y después en la cristiana, un nombre encierra mucho más que
una preferencia o inclinación, como muestra la Biblia: el Señor cambia el
nombre de Abraham, y lo mismo hace Jesús con san Pedro para indicar la
transformación de su vida. La costumbre de asumir un nombre distinto al propio
se afirmó mucho más tarde en algunas órdenes religiosas, como sucedió después
de los primeros siglos en las sucesiones papales. Pero ningún pontífice había
elegido llamarse Francisco, nombre de origen profano que en el latín medieval
indicaba procedencia de Francia, pero convertido en cristiano por excelencia
por renombrar al santo de Asís (bautizado como Juan) y su radicalidad en la
imitación de Cristo.
Pobres,
paz y custodia de la creación
Al
inicio del sexto año de pontificado aparece clara la fuerza de dicho nombre,
que Bergoglio quiso explicar a los periodistas congregados tres días después de
la elección. Nombre que evoca la figura de san Francisco por tres motivos: la
atención y cercanía a los pobres, encomendada al nuevo pontífice por un “gran
amigo” (el cardenal brasileño Claudio Hummes que estaba a su lado en la
Sixtina) cuando ya los votos habían superado los dos tercios necesarios; la
predicación de la paz y la custodia de la creación. Tres componentes del mensaje
cristiano que están caracterizando el desarrollo de los días del primer Papa
americano, que es también el primero no europeo en casi 13 siglos y el primer
Papa jesuita.
Indicando
la necesidad que supone para la Iglesia salir a las periferias reales y metafóricas
del mundo para anunciar el Evangelio, el arzobispo de Buenos Aires trazaba poco
antes del cónclave las líneas de un pontificado esencialmente misionero, líneas
que en pocos meses se habrían desarrollado en el largo documento programático
que es ‘Evangelii gaudium’. Alegría, sí, a pesar de la persecución y martirio
de tantos cristianos, a pesar del desequilibrio entre el norte y el sur del
mundo, a pesar de la guerra mundial “a pedazos” tantas veces denunciada, a
pesar de la devastación del planeta en perjuicio sobre todo de los pobres
descrita en ‘Laudato si’, una encíclica acogida con interés y esperanza también
por muchísimas personas que no parecen reconocerse en la Iglesia. Así, más allá
de las fronteras visibles de la Iglesia llega la palabra simple y apasionada de
un cristiano que, llevando un gran peso, pide todos los días que recemos por
él.
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